¿Conoces ese deambular aturdido que haces en el supermercado después del trabajo, con los ojos medio cerrados, empujando un carrito que chirría por una rueda?
Coges una bandeja de pollo, una bolsa de ensalada, quizás unas fresas que parecen prometedoras y entrecierras los ojos de forma vaga para mirar la fecha de caducidad. Luego, la vida pasa. Dos días después, abres la nevera y las fresas han sufrido ese desplome triste y peludo, y la ensalada huele levemente a bolsa de gimnasio olvidada. Sientes una punzada de culpa al tirarla, pero también un poco de estafa. Literalmente, acabas de comprarlo. ¿Cómo podía estar ya en mal estado?
Ahora imagina esto: ¿y si la respuesta estuviera justo delante de tus narices, en la pequeña tira de papel bajo la estantería? No los números grandes, ni las pegatinas amarillas de “oferta” – ese código discreto impreso en la etiqueta de precio que usan los empleados y que los compradores casi nunca perciben. Porque escondido en esos pequeños símbolos y números hay un secreto que conocen muchos trabajadores de supermercado: exactamente cuándo llegó ese alimento a la estantería.
El código silencioso justo delante de tus narices
La etiqueta del estante parece aburrida al principio. Nombre del producto, precio, código de barras. Datos que tu cerebro descarta mientras calculas mentalmente si te da para comprar queso y pañales en la misma compra. Pero si miras de cerca en algunos supermercados, suele haber una línea más: un par de letras, un número corto, o a veces bloques, puntos, o lo que parecen tonterías. Eso no es aleatorio. Así es como el personal controla de manera silenciosa cuándo se puso cada cosa o cuándo hay que rotar el producto.
Parece el comienzo de una teoría conspirativa, pero es mucho más mundano y, de alguna manera, más satisfactorio. Los supermercados funcionan con sistemas, y esos sistemas necesitan señales discretas. El personal no puede escribir “Sacado el miércoles, morirá el domingo” con letras grandes. Así que crean un código. Una letra para el día de la semana, una cifra para la semana del mes, o un patrón que sólo tiene sentido si has sido entrenado. Como un pequeño lenguaje impreso a la altura de los tobillos.
Algunas tiendas usan un alfabeto rotativo: A para lunes, B para martes, y así sucesivamente, impreso en el borde de la etiqueta. Otras insertan la fecha completa en un formato comprimido, no para ti, sino para quien rellena los frigoríficos a las seis de la mañana. Una vez sabes que está ahí, ya no puedes no verlo. De pronto la banda blanca de plástico tiene capas.
El día que un reponedor me desveló el secreto
Oí hablar del código por primera vez gracias a un adolescente con el uniforme arrugado del supermercado, reponiendo yogures mientras escuchaba trap en su móvil. Le pregunté, medio en broma, por qué las fresas se estropeaban tan rápido. Se encogió de hombros y señaló bajo la estantería. “Mira ese código”, dijo. “Te dice cuándo las sacamos. Busca las de hoy, no las que llevamos intentando vender desde el lunes.” Y siguió con lo suyo, dejándome mirando la etiqueta como si acabara de descubrir el fuego.
En esa etiqueta estaban las cosas de siempre: marca, precio, código de barras. Pero a la derecha había algo diminuto: “S3 D2” en letra clara. Me lo explicó rápido. “Semana 3, Día 2. Así que eso fue ayer. Las frescas están al fondo.” Luego sonrió como sonríe el personal cuando sabe un truco que tú no, y continuó reponiendo.
No todos los supermercados usan ese formato exacto, pero la idea suele ser la misma: un código que indica al personal qué lote es más antiguo y si están rotando los productos correctamente. Las fresas del frente pueden compartir un código de hace dos o tres días. Las más frescas, en la parte trasera o con una etiqueta de estante más nueva, contarán otra historia. Cuando empiezas a comparar, te das cuenta de lo frecuente que es que los productos de la primera fila ya estén… digamos que “vividos”.
Por qué las estanterías están llenas de señales silenciosas
Los supermercados viven y mueren por el “primero en entrar, primero en salir”. Es la regla de oro. El producto más antiguo debe venderse primero, para no terminar en el contenedor con un triste cartel de “evitemos el desperdicio”. Para que eso funcione, el personal necesita señales visuales rápidas. Una letra minúscula, un punto de color, un código al final de la etiqueta: ese es su semáforo.
Algunas cadenas usan bloques de colores o esquinas sombreadas que cambian por día. Otras letrean el día: L para lunes, M para martes, X para miércoles. No siempre es obvio qué sistema usa tu supermercado, pero se suele notar un patrón si paras un minuto y comparas distintas secciones. Es como descifrar una caja fuerte, allí de pie con una cesta de zanahorias, emparejando letras y fechas en silencio.
Hay algo curiosamente humano en este idioma silencioso de trabajo. Imaginas al equipo nocturno, escaneando etiquetas bajo la luz fría del frigorífico, usando esos códigos como anclas en el mar de bandejas y cajas. Y ahí estás tú al día siguiente, leyendo medio dormido el mismo código como si fuera una guía de supervivencia: ¿aguantará este queso hasta la noche de pizza o no?
Cómo usar realmente el código de la etiqueta de precio
Paso uno: localiza esa línea curiosa
La próxima vez que vayas al súper, para un momento – aunque sólo sea para un producto que te importe. Pollo, frutos rojos, pasta fresca, lo que sea que suele traicionarte en la nevera. Mira bien la etiqueta del estante. No busques el precio grande, sino alguna línea más pequeña y tenue: letras sueltas, abreviaturas, un recuadro al final de la tira.
Puedes ver algo como “27/11 S1”, o “D4”, o una letra al azar como “F” repetida en toda una sección. Si dos estanterías de productos similares muestran codigos minúsculos distintos, suele ser la pista. Un lote es más antiguo, otro más reciente. Los empleados lo detectan en segundos. Tú también podrías, con práctica.
Paso dos: compara lo que ves con tu intuición
En realidad, no necesitas descifrar el sistema exacto para sacarle partido. Basta con comparar. Imagina que miras tres filas de carne picada. La primera fila tiene un código; la de atrás, otro. Eso casi siempre significa que la de atrás llegó después.
Mézclalo con sentido común. Mira la fecha de caducidad y comprueba si refleja la diferencia del código. Si dos paquetes valen lo mismo pero uno tiene claramente una fecha más tardía y un código “más nuevo”, ese es el bueno. No es espionaje. Es simplemente usar las mismas señales internas que el personal, no confiar ciegamente en el envase que cogiste al azar.
El pinchazo emocional de la comida que muere demasiado pronto
Todos hemos tenido ese momento en el que abres la nevera, miras una bolsa de espinacas mustias y te sientes derrotado. Querías ser esa persona que prepara tuppers, congela las sobras, come con cabeza. Pero acabas tirando hojas babosas al cubo y jurando “la semana que viene me organizo mejor”. No es sólo el dinero. Es ese pequeño fracaso, el recordatorio de que tu vida es algo más caótica de lo que tu lista de la compra aparentaba.
Ahora imagina descubrir que parte de ese desperdicio no se debe a la pereza, sino al momento. No fallaste; simplemente compraste comida que llevaba esperando en la estantería mucho más de lo que creías. Esas fresas con “tres días” de vida según la etiqueta puede que ya estuvieran medio pochas desde el fin de semana anterior. El código en la etiqueta lo sabía. Tú simplemente nunca aprendiste a leerlo.
Da cierta sensación de poder integrarte en ese secreto. Empiezas a sentirte menos como un cliente pasivo y más como alguien que juega con los ojos abiertos. No metes lo que sea en el carro; eliges qué “pollo del lunes” te llevas a casa para que llegue al jueves.
Por qué los supermercados no lo anuncian a bombo y platillo
No es ninguna conspiración. No están ocultándote el código. Simplemente no va dirigido a ti. Las etiquetas están pensadas para quienes trabajan allí: el cansado de turno de noche, el encargado que revisa huecos, el novato que debe saber qué leche poner de oferta antes. Si cubrieran la banda con explicaciones grandes, cada etiqueta parecería un horario de autobuses.
Y siendo sinceros, a los supermercados no les interesa que todos rebusquemos al fondo de cada estante. El personal rota los productos por un motivo. Si todo el mundo buscara solo el lote más reciente, el antiguo se quedaría ahí hasta caducar y terminaría en la basura. Hay una danza delicada entre vender lo suficiente, desperdiciar menos y mantener contentos a los compradores. Un gran cartel del tipo “Así se esquivan los productos viejos” podría romper ese equilibrio.
Por eso el código sigue discreto, medio escondido a la vista. El personal lo usa sin pensar. Los habituales pueden notar patrones, aunque de manera difusa. Y, poco a poco, algunos empezamos a darnos cuenta de que esto es uno de esos poderes adultos que nadie te enseña, como saber reclamar sin enfadarte o reiniciar una caldera rebelde.
El ritual de rebuscar al fondo
Mucho antes de saber del código, vi a una mujer de unos setenta años en el pasillo de los yogures, apoyada en el carrito y moviendo botes con la otra mano. Ni siquiera parecía tener prisa. Solo seguía tanteando el fondo, comprobando tapas, apartando las fechas cortas. No lo hacía de manera egoísta, más bien como un ritual discreto aprendido con los años.
Cuando al fin le pregunté, sonrió. “Cariño, la primera fila es para los que van con prisa,” dijo. “Lo bueno siempre está escondido.” Y luego tocó la etiqueta de la estantería con el dedo. “Y eso”, añadió, “les dice cuándo lo pusieron.” En su momento pensé que se refería a la fecha impresa en el bote. Ahora sé que también miraba la propia etiqueta, como quien mira un reloj.
Una vez copias esa costumbre, se interioriza. No desmontas el estante ni montas un numerito. Simplemente apartas uno o dos productos, miras la etiqueta de debajo y eliges el paquete que coincide con tu semana, tus planes, tu realidad. Es una pequeña rebelión contra el piloto automático con el que solemos hacer la compra.
La pequeña rebelión contra el desperdicio alimentario
Seamos sinceros: nadie inspecciona forensemente cada artículo del carrito. Llevas niños tirándote del abrigo, emails de trabajo apareciendo y las luces del techo zumbando como una colmena. No vas a descifrar veinte sistemas distintos sólo para comprar jamón. Y no pasa nada.
Pero elegir uno o dos productos conflictivos y aprender el truco para esos casos sí es posible. Carne que siempre se estropea demasiado rápido, fresas que colapsan en cuanto te despistas, ensalada que se oscurece al segundo día. Para esos, puedes hacerte amigo del código. Compruebas las letras o cifras minúsculas, comparas una fila con otra y, de repente, compras el lote con posibilidades de sobrevivir hasta el viernes.
En uno o dos meses, ese pequeño hábito puede traducirse en menos olores misteriosos en la nevera, menos viajes culpables al cubo y un poco menos de dinero pudriéndose. No es heroico. No es un cambio de vida radical. Es simplemente leer el idioma discreto de la estantería y dejar que funcione a tu favor, no solo para la tienda.
Una vez lo ves, no puedes dejar de verlo
La próxima vez que cruces esas puertas automáticas y te dé el típico golpe de aire frío, prueba un experimento. Ve más despacio durante treinta segundos delante de algo que quieras que dure. Siente el mango del carrito, escucha el motor de los frigoríficos y agáchate para leer la etiqueta, no solo el precio.
Puedes encontrar una fecha clara. Puedes encontrarte un código que solo cobra sentido tras mirar tres o cuatro estantes. O quizás notes que la fila de delante y la de atrás cuentan historias distintas con sólo fijarte dos segundos. *Ese pequeño cambio de mirada es el truco real aquí.*
Porque cuando descubres que hay un código en la etiqueta del supermercado que te dice cuándo se colocó el producto, dejas de ser otro borroso más entre los pasillos. Te conviertes en la persona que desliza discretamente la mano al fondo, descifra la línea secreta y se lleva la comida que encaja con tu vida en vez de sabotearla. Y nunca volverás a mirar esas etiquetas aburridas del mismo modo.
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