¿Conoces a esa persona a la que simplemente no le caes bien, y ni siquiera sabes por qué? Quizá sea un compañero de trabajo que te dedica sonrisas forzadas en las reuniones, o un vecino que apenas asiente cuando os cruzáis junto a los cubos de basura. Repasas las conversaciones en tu cabeza, preguntándote qué hiciste mal. Intentas ser extra simpático, pero ellos siguen fríos. Te apartas un poco, y se muestran aún más distantes. Empieza a sentirse algo personal, aunque probablemente no lo sea.
Ahora viene la parte extraña: la manera de ganártelos no es hacerles un favor. Es conseguir que ellos te hagan uno a ti. Suena contradictorio, incluso un poco manipulador, como un truco de psicología de TikTok. Y, sin embargo, este pequeño giro lleva más de 200 años recogido en la historia. Y todo empezó con un hombre con peluca empolvada que quería que alguien dejara de odiarle.
El día que Benjamin Franklin pidió un favor a un enemigo
Benjamin Franklin no era solo el tipo del billete de dólar. En su época, era ese listillo que lo consigue todo: escritor, científico, político... el tipo de persona a la que hoy silenciarías en LinkedIn. Cuando trabajaba en la Asamblea de Pensilvania, notó que uno de sus compañeros le detestaba completamente. Sin un verdadero motivo, solo una profunda y latente antipatía. De esas tensiones que se notan antes de pronunciar una sola palabra.
La mayoría de nosotros, ante alguien que nos rechaza, o lo evitamos o intentamos impresionar aún más. Franklin no hizo ni una cosa ni la otra. Descubrió que ese hombre poseía un libro raro que Franklin quería leer. En vez de enviar una ofrenda de paz o una carta llena de halagos, mandó una nota sencilla: ¿podía prestarle el libro? Sin dramas. Sin un "por favor, hazme caso". Solo una petición suave.
El hombre, halagado y curioso, le prestó el libro. Franklin le dio las gracias calurosamente cuando lo devolvió. La siguiente vez que se encontraron en la Asamblea, el hielo se había derretido. El hombre habló primero. La hostilidad había desaparecido. Más tarde, Franklin escribió que aquel hombre “desde entonces manifestó siempre una disposición a servirme en cualquier ocasión” y que no tenía “un amigo más cordial que él”.
De un pequeño favor, una persona que no le soportaba se convirtió en un aliado genuino. No porque Franklin hiciera algo bueno por él, sino porque ese hombre hizo algo bueno por Franklin. Esa extraña inversión es lo que los psicólogos hoy llaman el Efecto Benjamin Franklin.
Por qué hacer un favor nos hace querer a alguien
A simple vista, no tiene sentido. Pensarías que nos gustan las personas que nos ayudan, no al revés. Pero el cerebro humano es complicado y no le gustan las contradicciones. Si hago algo amable por ti, mi mente quiere darle una historia que haga que esa acción encaje con el tipo de persona que creo que soy. "No soy tonto, no ayudaría a alguien que me cae mal". Así que, de forma silenciosa, revisa la historia: "Debo de caerme mejor de lo que pensaba".
A los psicólogos les gusta llamar a esta danza entre el comportamiento y la autoimagen “disonancia cognitiva”. Cuando nuestros actos y creencias no encajan, surge tensión. Una especie de picor mental. Antes que admitir que hemos actuado de forma rara o irracional, ajustamos cómo nos sentimos. Ese pequeño cambio –de “les he ayudado, qué raro” a “les he ayudado, así que probablemente me caen bien”– es donde vive el Efecto Franklin.
Lo sentimos en la vida diaria, incluso aunque no tengamos palabras rimbombantes para ello. Ayudas una vez a un compañero con una hoja de cálculo complicada, luego otra, y otra vez más. Y, en algún momento, deja de ser “ese de contabilidad” y pasa a ser “ah, sí, me cae bien, es majo”. Tus propios actos van construyendo una historia en tu cabeza: le ayudo porque me importa. El sentimiento crece hasta adaptarse a la historia.
Aquí está el giro: esto no solo funciona con personas que ya nos caen bien. Puede suavizar la resistencia también. Cuando elegimos ayudar a alguien con quien no estamos seguros, parte de nosotros apuesta a que esa persona merece el esfuerzo. Cuando el mundo no se viene abajo, esa apuesta empieza a sentirse como cariño. Y sí, eso significa que pedir un favor puede ser una de las cosas más desarmantes que podemos hacer.
Esa persona incómoda en el trabajo - y la pequeña petición que lo cambió todo
Todos hemos vivido ese momento en el que una sala se queda un poco más silenciosa cuando entramos. Nadie dice nada, pero lo notas. En mi caso, era en una redacción donde un editor sénior parecía alérgico a mi presencia. Pasaba por encima de mis ideas en las reuniones sin levantar la vista, y luego recitaba las de los demás como si fueran dogma. Me repetía que no me importaba, pero cada vez que ponía los ojos en blanco, lo sentía.
Una tarde, vi cómo peleaba con un archivo de audio rebelde, con los auriculares a medio poner y la mandíbula tensa. La semana anterior yo había editado con ese mismo software. Casi intervine para ayudar, pero me detuve, recordando el truco de Franklin. Mi instinto era ganármelo siendo útil. En vez de eso, probé lo contrario. Me acerqué a su mesa y le dije: "¿Puedo hacerte una consulta? Tengo una historia política y no doy con el enfoque".
Parpadeó, receloso, y giró la silla lentamente. Acerqué mi cuaderno, con el corazón latiéndome a mil por una conversación sobre política fiscal. Me explicó cómo lo estructuraría, por dónde empezaría, qué suprimiría. Durante veinte minutos fuimos solo dos frikis hablando del oficio. Al final, le dije que probaría con su método y le enviaría el borrador.
A la mañana siguiente, fue él quien se acercó a mi mesa primero. "Esa pieza funcionó", dijo, tocando la hoja. "Tienes buen instinto, no lo escondas". No le deslumbré con mi talento ni le llevé el café. Le pedí un favor -su experiencia- y le di la oportunidad de verse a sí mismo como generoso, inteligente, imprescindible. Desde entonces, dejó de ser frío y empezó a ser humano.
Cómo usar el Efecto Benjamin Franklin sin parecer raro
Seamos sinceros: nadie va por la vida pensando, "¿A quién influenciaré psicológicamente hoy?" Solo intentas no parecer torpe en la cocina mientras gotea la bolsita de té sobre la encimera. El Efecto Franklin no es un hechizo mágico. Es más bien un pequeño empujón que funciona mejor cuando es algo pequeño, sincero y muy, muy humano.
Empieza con favores pequeños y concretos
La forma más sencilla de usarlo es con preguntas de poco riesgo. Pregunta al compañero que te intimida: "Oye, eres bueno controlando tu correo, ¿cómo lo haces en realidad?" Pregunta al vecino que nunca sonríe: "Has conservado esa planta viva durante años, ¿qué hago mal con la mía?" La gente es más propensa a ayudar cuando la petición es concreta y manejable. Además, les da una pequeña dosis de competencia: sé cosas, puedo ayudar.
El favor debe estar relacionado con algo que se les dé bien o les enorgullezca. ¿Alguien adora las hojas de cálculo? Pregúntale cómo automatizar una parte aburrida de tu trabajo. ¿Ese amigo que siempre encuentra vuelos baratos? Pregunta sus trucos. No estás suplicando. Estás abriendo una puerta pequeña que dice: "Te veo, y lo que sabes o puedes hacer, importa". Eso halaga de forma discreta, y la gente siente más calidez por quienes la ven de verdad.
Hazles ver el impacto
Cuando te hayan ayudado, vuelve a hablar con ellos. Cuéntales, brevemente, cómo te resultó su consejo o favor. "La plantilla que me enviaste me ahorró una hora ayer". "He usado tu truco con la albahaca, sigue viva de verdad". No hace falta abrir una botella de champán, solo una frase sencilla que demuestre que no has malgastado su tiempo.
Este segundo paso profundiza el efecto. Ya no solo se ven como la persona que te ayuda. Ven los resultados de ayudarte. Su mente añade otra capa: “Cuando ayudo a esta persona, pasan cosas buenas”. Y sí, eso hace que les caigas mejor, aunque nunca lo digan en voz alta.
¿Pero esto no es manipulador?
Hay una parte incómoda en todo esto: la sensación de que estás "engañando" a la gente para que le gustes. La línea entre psicología inteligente y manipulación emocional puede parecer muy fina, sobre todo en internet, donde cada dos publicaciones van sobre “trucos” y “estrategias” para influir en desconocidos. Si la sola idea de usar el Efecto Franklin te incomoda, no eres el único.
La prueba de verdad es sencilla: ¿seguirías valorando el tiempo o el conocimiento de esa persona aunque eso nunca hiciera que le cayeras mejor? Si la respuesta es sí, probablemente todo está bien. Solo estás invitando a conectar, no representando un papel. El favor es un puente, no un cebo.
La gente sabe, en algún nivel, cuándo la están utilizando. Lo detectan como tú percibes una colonia barata en un vagón lleno. Si cada favor que pides es egoísta, grande o llega en el momento menos oportuno, el efecto se revierte. No se sienten generosos; se sienten usados. El Efecto Benjamin Franklin, en su mejor versión, es más discreto: se basa en pequeños momentos reales en los que dejas que esa persona tenga importancia para ti.
Cuando alguien ya te cae mal
Aquí es donde la idea se vuelve casi demasiado atrevida. ¿Por qué razón una persona que no te soporta te haría un favor? Y sin embargo, exactamente esa fue la situación de Franklin. La intensidad del rechazo aumenta la tensión mental cuando la otra persona te ayuda. Su cerebro trabaja aún más para justificarlo, lo que puede provocar un deshielo sorprendentemente rápido.
El truco es que el favor no sea una amenaza. No es “¿Puedes cubrir mi turno tres horas el sábado?” sino, “Eres el único que entiende a este cliente, ¿puedes revisar que no me esté dejando nada en este e-mail antes de enviarlo?” No estás mendigando cariño; estás pidiendo una pequeña parte de su experiencia. Es concreto, limitado y fácil de aceptar.
Si se niegan, no has perdido nada. Puedes encogerte de hombros, seguir adelante y mantener la profesionalidad. Si dicen que sí, tienes una pequeña grieta en el muro. Tal vez solo echen un vistazo a tu email y cambien una línea. Puede que ni siquiera te miren al hacerlo. Pero algo cambia: se han arriesgado mínimamente contigo, y el mundo no se ha derrumbado. La siguiente vez, el favor será más fácil, para ambos.
¿Por qué cuesta tanto pedir ayuda?
Para muchos de nosotros, especialmente en la cultura británica donde aún idolatramos la flema, pedir ayuda puede sentirse como admitir un fracaso. Nos enseñan a ser autosuficientes, capaces, a no ser una carga. Nos preocupa que los demás nos menosprecien si desvelamos nuestros vacíos de conocimiento o de fortaleza. Ocultamos la confusión detrás de chistes y asentimientos vagos.
Sin embargo, piensa en las personas a las que te sientes más unido. No son las que parecían invulnerables. Son las que un día te llamaron llorando, o te enviaron un mensaje: “¿Puedo pedirte consejo sobre algo un poco incómodo?” La vulnerabilidad tiene un magnetismo extraño. Cuando alguien te elige como la persona en la que confiar su incertidumbre, te sientes especial, no molesto.
El Efecto Franklin funciona en parte porque conecta con esa misma verdad. Cuando pides un favor –no siempre, ni de forma dramática, solo a veces– le dices al otro *no lo tengo todo bajo control, y creo que podrías ayudarme*. Esa confesión es íntimamente silenciosa. Permite que otros se acerquen, en vez de quedarse siempre al borde seguro de las charlas intrascendentes y la distancia educada.
El pequeño experimento valiente que puedes probar esta semana
No hace falta un gran plan para aplicar esto. Piensa en una persona de tu vida con la que intuyas frialdad: el compañero que nunca ríe tus chistes, la otra madre o padre en la puerta del colegio, el amigo de un amigo que parece distante. Luego piensa en una cosa muy pequeña que se le dé bien, o algún conocimiento que tiene y tú no tienes.
Pregúntale por ello. Sin guión, sin sonrisas falsas, solo con tus palabras algo torpes. “Siempre pareces tranquilo antes de hacer presentaciones, ¿qué haces en realidad diez minutos antes de entrar?” “Eres bueno recordando nombres -¿cómo lo haces?” Luego escucha. Presta atención de verdad. Deja que hable, asiente, e incluso toma alguna nota en el móvil si te sale.
Un día o dos después, comenta que probaste su consejo. “Probé la respiración que me enseñaste antes de esa reunión, y no me temblaron tanto las manos.” No es una actuación: es cerrar en pequeño un círculo de confianza. Puede que no os hagáis mejores amigos. Puede que nunca sepan el nombre del efecto detrás de vuestra interacción. Pero te mirarán con más calidez, un poco más abiertos, y estarán un poco más de tu lado.
El secreto no es que hayas hackeado su cerebro. El secreto es que, por un momento breve, les permitiste verse como generosos, sabios y dignos de ser consultados. La mayoría pasa el día sintiéndose algo invisible. Cuando pides un favor del modo adecuado, en realidad dices: “Te veo.” Y eso, mucho más que cualquier truco, es lo que hace que la gente se acerque.
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