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Según estudios, los abuelos que cuidan a sus nietos cada semana viven hasta 5 años más.

Abuela y nieta jugando con bloques en la sala, mientras una mujer cocina en el fondo.

La primera vez que mi madre se ofreció para “echar una mano con el bebé”, llegó a mi piso con un táper de pastel de carne aún caliente y una determinación que, sinceramente, me asustó un poco.

Limpiaba las encimeras de la cocina antes de que pudiera detenerla, cogió a mi hija en brazos y, en cuestión de minutos, toda la energía de la habitación se suavizó. Mi madre, que últimamente iba más despacio, de repente se movía con propósito. Tarareaba la misma nana desafinada que usaba conmigo, se balanceaba junto a la ventana y susurraba: “Podría hacer esto todas las semanas.”

Dos años después así lo hace, cada viernes. Camina más, ríe más, y su médico le ha reducido discretamente una de sus medicaciones. Jura que mi hija la mantiene joven, y resulta que eso puede que sea más que una simple expresión. La investigación sugiere que los abuelos que cuidan regularmente a sus nietos no solo se sienten más jóvenes: en realidad podrían vivir más. Las cifras son sorprendentes, pero la verdadera historia se encuentra en los pequeños y ordinarios viernes como los nuestros.

El estudio que sorprendió a todos

Hace unos años, unos investigadores analizaron datos de más de 500 adultos mayores en Berlín, siguiendo su evolución durante dos décadas. En apariencia, era solo otro análisis minucioso y aburrido sobre envejecimiento y salud. Pero entre los hallazgos, había un detalle que acaparó titulares: los abuelos que cuidaban de sus nietos tendían a vivir hasta cinco años más que los que no lo hacían. No padres de niños pequeños. No cuidadores profesionales. Abuelos. Haciendo de canguros.

No hablaban de cuidar a tiempo completo ni de abuelos agotados haciendo la ruta escolar cinco días a la semana. Se trataba de un cuidado ocasional y de apoyo, aproximadamente una vez a la semana. Suficiente para marcar la diferencia, no tanto como para quemarse. Cuando los investigadores ajustaron factores como edad, salud física y entorno social, el patrón seguía presente. Y ahí empezó la pregunta: ¿qué tiene el cuidado de los nietos que parece alargar la vida un poquito?

El estudio no decía “Ten nietos y vivirás más.” La vida real no es tan sencilla. Lo que sugería era que cuidar de alguien, especialmente de forma regular y manejable, conecta con algo muy antiguo y humano dentro de nosotros. Algo que mantiene la mente despierta y el cuerpo en movimiento lo justo, como un suave pero constante empujón para levantarte del sofá.

El poder silencioso de sentirse necesario

Rara vez hablamos de lo duro que puede ser la jubilación para el ego. Un día eres la persona a la que todos acuden para respuestas, plazos y decisiones. Al siguiente, tu agenda está vacía, tu móvil en silencio, y tu valor parece… negociable. Nadie te advierte de esa pequeña humillación de despertarte y darte cuenta de que, técnicamente, ya no eres imprescindible para nadie de forma concreta.

Y entonces aparece un pequeño ser humano que te necesita absolutamente. No de forma educada y adulta, sino de un modo gritón, con las manos pegajosas y como diciendo: “si sales de la habitación, abriré una investigación emocional.” Esa sensación de ser necesario es poderosa. Los estudios sobre propósito y longevidad muestran una y otra vez que quienes se sienten útiles -que sienten que su presencia marca la diferencia en la vida de otra persona- tienden a vivir más y envejecer mejor. Los abuelos canguros encajan de lleno en ese patrón.

Ser útil es un salvavidas

Cuando un abuelo sabe que “ese día es el suyo” con los niños, la semana tiene estructura. Hay una razón para vestirse, salir de casa, cargar el teléfono, pensar en la merienda y en la siesta. No suena dramático, pero con 70 u 80 años, estos pequeños rituales pueden marcar la diferencia entre dejarse llevar o vivir activamente. El cerebro pasa de “¿qué hago hoy?” a “vienen los niños, tengo que estar preparado.”

*Todos hemos tenido ese momento en que un niño nos mira con total confianza, como si fuéramos el único punto estable de su pequeño mundo en movimiento.* Para una persona mayor, esa mirada puede volver a pegarle a su propia vida. Dice: importas. No por lo que fuiste, ni por lo que tienes, sino por lo que eres ahora mismo. Esa sensación por sí sola puede empujar a alguien a seguir un año más.

Hacer de canguro como ejercicio por accidente

Pregúntale a cualquier abuelo o abuela que haga de canguro: te dirá que el trabajo es básicamente hacer cardio con merienda. Crees que solo vas a “vigilar a los niños” y de repente estás corriendo por el pasillo, de rodillas en el suelo haciendo torres, levantándote y sentándote mil veces porque alguien ha olvidado su juguete favorito. No es una rutina de gimnasio; es movimiento funcional disfrazado de juego.

La actividad física es uno de los mejores indicadores de envejecimiento saludable. Pero muchos mayores luchan por mantenerla porque salir a andar “por andar” no siempre parece merecer la pena. Cuando persigues a un niño de tres años por el parque porque ha visto una paloma, el ejercicio deja de ser algo abstracto. Tu cuerpo simplemente hace lo que el momento requiere.

El suave empujón fuera del sofá

Hay una ironía bonita en todo esto. Los padres leen sobre el “tummy time” y el “juego sensorial” para el bebé. Los abuelos, sin querer, siguen las recomendaciones de salud solo por intentar seguirles el ritmo. Están levantando peso, estirando, equilibrándose, cargando, riendo -todos los movimientos que celebran los fisioterapeutas- solo que en un entorno un poco más caótico, a menudo con la banda sonora de Peppa Pig de fondo.

Seamos sinceros: nadie cumple a rajatabla sus ejercicios recomendados diarios, pero sí levantarán a un nieto, lo llevarán a los columpios, lo harán saltar en la rodilla. Mes tras mes, año tras año, estos pequeños esfuerzos se acumulan en músculos, articulaciones y corazón. No es heroico. Es solo la tarde del viernes, una y otra vez.

Mentes más ágiles, menos días de soledad

El estudio apuntó a otra capa, aunque no la desgranó del todo: la conversación. Los abuelos canguros se empapan de lenguaje, preguntas, extrañas teorías infantiles sobre la luna y los plátanos. Explican cosas, cuentan historias, recuerdan su propia infancia de repente. El cerebro, que adora los patrones y los enigmas, se activa.

Enseñar a un niño de cuatro años a abrocharse un abrigo o contar hasta diez exige más de lo que admitimos. Hay que simplificar ideas complejas, tener paciencia, cambiar las palabras si la primera explicación no funciona. Ese suave ejercicio mental es importante. Los científicos hablan de “úsalo o piérdelo”, y hacer de canguro es mucho “usarlo”, solo que con más zumo derramado que en un aula universitaria.

Menos aislamiento, más ruido

Y luego está el ruido. El literal: las risas burbujeantes, el golpeteo de pequeños pies en el suelo, la sintonía de dibujos animados que se te queda en la cabeza. Para alguien que vive solo, ese paisaje sonoro puede ser casi una medicina. La soledad no siempre llega con drama; a veces se cuela en las tardes silenciosas y las noches vacías. El cuidado regular de los nietos interrumpe ese silencio.

El contacto social es un potente protector frente a la depresión y la mortalidad prematura en la vejez. Los abuelos que saben que verán a los niños cada semana son menos propensos a pasar días sin contacto humano o visual. Les abrazan, les llaman por su nombre, les piden que se unan a los juegos. No es solo bonito. Es prolongar la vida, en el sentido más práctico.

El círculo emocional que nadie planeó

Pasa algo casi mágico cuando tres generaciones están juntas en una habitación. Se mezclan capas de memoria en el presente. Un abuelo mira a su nieto y, a veces, por un segundo, ve a su propio hijo a esa edad. El pasado no se ha ido; está ahí mismo, comiéndose una galleta, preguntando si los dragones existen. Puede ser tierno. También puede desbordar un poco.

La investigación sobre relaciones intergeneracionales sugiere que esta mezcla emocional -nostalgia, responsabilidad, alegría, incluso una pizca de arrepentimiento- es parte de la fuerza de esos lazos. Los abuelos no solo están matando el tiempo: están transmitiendo algo. Una receta. Una frase. Una historia de “cuando tu madre era pequeña y se subió al tejado.” Ese sentido de continuidad, de ser un puente en vez de una isla, parece dulcificar las asperezas psicológicas del envejecimiento.

Una abuela me dijo que se siente “menos asustada de morir” desde que cuida de su nieto cada miércoles. No porque quiera dejarle, sino porque ve que la vida no se acaba con ella. Él recorre a trompicones el salón, derriba una pila de revistas y ella se ríe en vez de regañarle. “Él recordará mi risa”, dijo. Esa creencia, sea realista o no, apacigua algo muy profundo en ella.

Cuando ayudar se convierte en demasiado

Esto es lo que menos se cuenta en Instagram. No todos los abuelos que cuidan cada semana rebosan vitalidad y alegría. Algunos están agotados. Algunos hacen mucho más de lo que esperaban porque el cuidado infantil es carísimo y sus hijos adultos no dan abasto. La realidad es complicada y ningún estudio puede ordenarla del todo.

El estudio de Berlín señalaba algo discreto pero esencial: los beneficios de salud aparecían en el cuidado moderado. Los abuelos que se hacían cargo a tiempo completo y bajo mucho estrés no ganaban esos años extra. A veces incluso perdían salud. El estrés, la falta de descanso y la responsabilidad constante acaban por comerse todo lo bueno -el movimiento, el propósito, la conexión- hasta que solo queda trabajo no remunerado.

Esa es la verdad incómoda que hay que asumir. Para que cuidar a los nietos alargue la vida, debe estar en equilibrio. Un ritmo semanal o dos veces por semana. Límites claros. Poder decir “Este martes no, cariño, necesito un día tranquilo”, sin culpa ni drama. Si no, la magia se convierte en martirio y nadie sale ganando.

Pequeños rituales que suman años

Si lo miras con perspectiva, la idea de que los abuelos que hacen de canguros viven más no es tan misteriosa. Básicamente, se juntan todos los pilares conocidos del envejecimiento saludable: movimiento, propósito, contacto social, reto cognitivo, calor emocional. Los nietos simplemente te lo entregan todo en un lote caótico y a veces pegajoso.

La belleza está en lo ordinario. El día semanal de canguro no es un gran gesto. Es la excursión al parque donde el viento huele a césped recién cortado y a patatas fritas lejanas. Es la galleta compartida en la mesa de la cocina, migas por todas partes, mientras una manita da palmaditas a una más mayor y dice: “Otra vez, abuela.” Es el orgullo de ser la única capaz de calmar al bebé con una técnica de balanceo y tarareo aprendida hace décadas y jamás olvidada.

Esos momentos no se sienten como medicina. Se sienten como vida, que sigue ocurriendo. Y quizá ese sea todo el sentido. Los abuelos que repiten esos viernes una y otra vez no buscan longevidad. Persiguen a un niño por el pasillo, responden preguntas imposibles, leen el mismo cuento por cuarta vez. En algún lugar de tanta repetición, cuerpo y mente deciden en silencio: nos quedamos un rato más.

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